LIBRERÍA ISIDORO OCHOA (HERMANOS MOROY, 1) | LOGROÑO (LA RIOJA)
PRESENTACIÓN EN LOGROÑO DE «PEQUEÑOS CÍRCULOS» (XXXV PREMIO DE POESÍA CIUDAD DE BURGOS), DEL POETA CÁNTABRO ALBERTO SANTAMARÍA
Varios son los lugares de este libro. Varios son sus itinerarios. Pequeños círculos (DVD Ediciones, 2009) carece de un tema central o, más bien, su tema son las afueras. Las afueras del lenguaje, las afueras de la identidad, las afueras de la memoria, las afueras de la ciudad… Los personajes transitan por el libro difuminados, desde una escritura concebida como una percepción simultánea de la realidad. En Pequeños círculos todos los sucesos parecen tener cabida. Naves abandonadas, cristales rotos, el amor como un sistema de pérdidas, la memoria como un paisaje industrial, un filósofo que trabaja, bidones, cañerías oxidadas, buscadores incansables de cobre y chatarra, grúas que descansan en domingo… Estos son, entre otros muchos, los caminos por los que este libro se mueve para crear su propio laberinto.
Logroño, 29 de abril de 2009.
Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976). Doctor en Filosofía por la Universidad de Salamanca. Es autor de los siguientes libros de poesía:
El orden del mundo, El hombre que salió de la tarta y
Notas de verano sobre ficciones del invierno. Además Ediciones del 4 de Agosto, en su colección Planeta Clandestino publicó hace dos años el cuaderno
Su casa es suya. Ha publicado los ensayos
El idilio americano. Ensayos sobre la estética de lo sublime y
El poema envenenado. Tentativas sobre estética y poética. Ha editado la poesía ultraísta de José de Ciria y Escalante bajo el título
De mi sortija penden todos los merenderos, así como la novela
Logaritmo de Antonio Botín Polanco. También ha llevado a cabo una antología y estudio de la poesía de Luis Felipe Vivanco titulada
El alma de un oso blanco. En la actualidad dirige la revista
Nadadora.
El acto será conducido
y presentado por el poeta logroñés Enrique Cabezón García.
Un poema de Alberto Santamaría:
La peluca de las cosas. Lo ignoradoPero lo ignorado también existe en sus pequeños actos. Se trata
de no volver con las manos vacías, por eso traemos vino
y algo de queso para la cena; miramos el rastrillo
que junto a la puerta tienta nuestros dedos, la barba del cartero
que se espesa casi blanca a la altura de la barbilla; medimos nuestra distancia
hasta el cubo lleno de leche
sobre el que un hongo de humo asciende —niebla
que atrae al alto hocico del invierno—. Nos llevamos el vaso a la boca
que luego volveremos a colocar sobre la mesa
con la marca lechosa del sorbo en su filo. Es algo más
que la aparente variación de un músculo. En los márgenes
siempre hay vida, como ves. ¿Quién guardará entonces nuestro secreto
ahora que hemos perdido los billetes de vuelta?
Nada en este lugar nos es familiar. Ni la luz que exagera
sus límites, ni el timbre metálico del carnicero
que afila sus cuchillos alejado ya de su presa. Nada. (No te preocupes,
estás a salvo,
la ola de secuestros no te afectará a ti que comercias
con pequeñas lagartijas de cobre. Pero ¿quién es toda esta gente
que respira dentro de un enorme signo de interrogación?)
—Oye, preguntas mientras descifras el número exacto de tu asiento,
¿sabríamos vivir en una ciudad tan común como esta? Se ha dicho de «Pequeños círculos»:
Pequeños círculos, poesía que peina 'la peluca de las cosas': sobre cómo una reunión de imperfección desemboca en la existencia ideal.
El recuerdo del «sonido gaseoso» del cuerpo de una vecina suicida estampándose contra la acera se amplifica, años después y «en la única mesa libre del restaurante», al coincidir en el oído con el «sonido seco y doloroso como una botella de champán barato al ser abierta». Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) ata cabos en un poemario de riesgo que combina la reflexión metafísica con la expresión posmoderna, atiende a los deseos de Rimbaud y es «absolutamente moderno».
Creador ante todo, pero también filósofo, ensayista, editor literario y coordinador de la revista Nadadora —sí, por Family—, Santamaría combina citas de Hellacopters y Lou Reed con referencias de Luis Felipe Vivanco, José Hierro y Samuel Beckett. Una mezcla explosiva, en apariencia, que nos refresca igual que un cóctel en el chiringuito: si todos estos elementos se han incorporado a nuestra rutina, ¿por qué no plasmar todos sus ecos en los poemas?
Un bodegón de fruta que se pudre
Sin prejuicios, sin plantillas, hablábamos de pensamiento, y Alberto Santamaría —ganador con este trabajo del Premio Ciudad de Burgos, que ya había distinguido a autores tan distintos a todos y entre sí como Jordi Doce, Marcos Canteli o Agustín Fernández Mallo— arma en Pequeños círculos un poemario sobre lo excéntrico. «Varios son los lugares de este libro», nos indica la nota de contraportada, que «carece de un tema central o, más bien, su tema son las afueras».
Santamaría se ocupa de aquello que, por mínimo o secundario, nos pasa desapercibido: añade el subtítulo (La tristeza fragmentada de un actor de teletienda) al poema Contarlo es fácil, una naturaleza muerta sobre el fracaso, casi bodegón de fruta que se pudre; se detiene en la visión del espejo de un hotel, y la certeza de que nos aseguramos de su existencia porque nosotros vivimos, y estamos, y lo vemos, y entonces «donde hay espejos es inevitable la vida»; o, de nuevo las conexiones, «el café asciende por el filtro haciendo un ruido similar al del fin del mundo».
Pequeños círculos nos intuye un apocalipsis feliz, «Just a perfect day / Drink sangria in the park», se cierra el poemario. «Si no entiendes algo, puedes hacer que signifique / cualquier cosa», invita el autor, un raro entre sus coetáneos, un poeta que no se parece a nadie, y cuya afinidad electiva más cercana pudiera ser Antonio Luque; y es que el poema Me gustaría conocer cartas íntimas de Falla es puro Sr. Chinarro.
Mientras nos despierta el sonido de las trompetas de Jericó, pensamos con Alberto Santamaría.
Profundidad de campo unas veces con carga narrativa, otras con verso quebrado, pero una poesía que en todo momento tiene los dos pies en la arena: «Deberías haberme visto leyendo a Marx / cuando agosto / divide a los hombres en toallas / y huellas / y las mujeres agotan su calor / en el tierno / infierno / de una naranja».
(Elena Medel, en Calle 20)Pequeños círculos es un libro sin tema. Es decir, más bien su tema es que la poesía, al igual que la realidad, carece de él. Así, como los rizomas de Deleuze, se suceden amor, anécdotas mínimas, homenajes literarios y largos poemas sobre un paisaje urbano. Se trata de poner orden al caos a través de la emoción poética.
Pequeños círculos dibuja una pequeña geografía tanto íntima como cósmica, rota y desolada. Finales y principios se confunden en el propio ir haciéndose de la voz en marcha. Se trata de poemas guiados por el deseo, que retratan la vida más allá de su confusa linealidad. Una vuelta de tuerca que se suma a la trayectoria de Santamaría.
(Ana Gorría, Público, 7 de marzo de 2009)
Poemas del extrarradio
Con «Pequeños círculos», Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) avanza en la dirección anunciada en sus anteriores entregas poéticas –«El hombre que salió de la tarta» y «Notas de verano sobre ficciones del invierno»–, al tiempo que ensaya nuevas líneas de fuga. «Pequeños círculos» es un libro concebido desde el mismo paisaje que describe, y en el que la experiencia visual del sujeto se encarna en la realidad representada. Así lo indica el autor en la «Nota final»: «Este libro fue escrito frente a una fábrica, una enorme acería a las afueras de una pequeña ciudad del norte. Esa mole ennegrecida, de metal y piedra, ha sido mi paisaje privado mientras escribía; lo que latía, como un dinosaurio, al otro lado de la ventana». Su indagación estética, sin embargo, va más allá de la imagen múltiple postulada por el Creacionismo para cristalizar en una percepción simultánea –y simultaneísta–del mundo, donde la periferia de la mirada es tan importante como el centro de la contemplación. «Pequeños círculos» se estructura a partir de símbolos reiterados que alcanzan la categoría de emblemas subjetivos o accidentes geográficos en la cartografía particular del personaje. La atención a los objetos, depositarios de lo fugaz, se extiende en este caso al territorio del extrarradio industrial, que permite una reactivación del tópico de las ruinas. Los cristales rotos, las montañas de hojalata o los «colchones con demasiadas historias» se acumulan en los versos hasta proporcionar una imagen invertida de la realidad, según se expresa en «La magia II»: «Este panorama cero parecía contener / ruinas al revés». La organización del libro en círculos concéntricos favorece la aparición de otros ejes temáticos que se superponen al anterior. Algunos poemas recrean estampas de tedio cotidiano, añaden retazos al autorretrato fragmentario o sugieren en unas pocas pinceladas un escenario, una trama o un relato. En este ámbito destacan la contemplación especular de
«Anécdota del hotel» y la lección sobre la «vanitas» de «Anécdota barroca». Por su parte, otras composiciones incorporan a un personaje externo, el filósofo, que anota las mutaciones del paisaje y toma apuntes para un «ensayo sobre la belleza pasajera». Este tratado sobre la fugacidad recurre, de manera sistemática, a la ironía y a la intertextualidad. La primera resulta visible en la habitual ruptura de las expectativas, así como en determinados títulos: «Los Castrati han vuelto para hacer de las suyas» o «Contarlo es fácil (La tristeza fragmentada de un actor de teletienda)». La segunda ofrece una reinterpretación, en clave cultural, de las conexiones entre el yo y el mundo. Las citas de Jonathan Franzen, Luis Felipe Vivanco o Carlos Martínez Rivas diseñan un complejo mosaico referencial. Santamaría concibe el entramado textual como un «teatro de operaciones» en el que experimentar con las posibilidades representativas del lenguaje, las formas de la narración y la prosodia del discurso, que se adensa hasta los límites de la prosa o se disgrega en una disposición estrófica atomizada. Ejemplo de este planteamiento son metapoemas como «La cena (En el poema)», que compara los útiles del pintor y del escritor; «Grietas», que reconoce las fisuras de sentido que interrumpen la lectura lineal, o «Diario», que elabora una teoría de la relatividad del significado. En suma, «Pequeños círculos» desplaza el foco de atención hacia aquellas parcelas desatendidas de la realidad. El intento de suturar la brecha entre lo imaginario y lo existente requiere una subversión de los patrones tradicionales de lectura. Ante la imposibilidad de dar cuenta del universo, Santamaría opta por insinuarlo, porque «quizá explicar / sea el verbo / menos útil / de nuestra lengua». He aquí, por tanto, un libro exigente, pero que no defraudará a quienes sientan la tentación de levantar «la peluca de las cosas». Tras ese gesto se oculta una nueva definición de lo sublime. (Luis Bagué Quílez, suplemento "Arte y Letras" del diario alicantino INFORMACIÓN, 26 de marzo, 2009)